Es malo el mal, no el desierto

Juan Bautista era el protagonista del evangelio de ayer y se nos dice que estaba y predicaba en el desierto. En épocas en las que nos preparamos para un tiempo fuerte, como el Adviento antes de Navidad y la Cuaresma antes de la Pascua, el desierto tiene un papel relevante. Pero… ¿qué es, exactamente?

El fin de semana pasado, en una convivencia de la parroquia, nos dieron un texto sobre el desierto que explicaba, en clave espiritual, que éste es algo positivo que Dios nos da porque nos quiere, para llamarnos a la conversión. Me pareció una perspectiva muy positiva, pero a veces a la hora de expresarlo parecía que también se consideraba positivo el que suframos realidades injustas o malas en nuestra vida. Es decir, que se confundía la frontera entre el desierto y la realidad que lleva a él a la hora de valorarlo positivamente. Esto me hizo pararme a pensar qué significa realmente el desierto para mí y hasta qué punto puede ser bueno, si Dios no quiere el mal.

Entonces leí el texto del profeta Oseas (capítulo 2), donde dice que llevó a su mujer al desierto para convertirla. Me fijé en que eso fue después de que ella hubiera obrado mal, de que hubiera sido infiel. La mujer simboliza al pueblo de Israel, a quien Dios llevaba al desierto para que fuese consciente del mal que había hecho apartándose de la alianza que había hecho con él. Una alianza hecha con Dios, pero que también tenía repercusiones sobre los demás.

Este texto me arrojó mucha luz para entender cómo funcionan los «desiertos» que a veces atravesamos. Con «desierto» me refiero a situaciones difíciles a nivel personal o grupal, debidas a múltiples factores: momentos de dudas de fe; sufrimiento debido al mal que hemos hecho nosotros mismos; sufrimiento debido al mal de otras personas que repercute en nosotros o en alguien a quien queremos; momentos de «caos» en nuestra vida en los que no sabemos muy bien a qué atenernos porque todo cambia muy deprisa… En suma, el desierto es todo aquello que vivimos con dolor, preocupación o incertidumbre y que nos llama a repensar cuáles son los fundamentos de nuestra vida, hacia dónde vamos, por qué estamos allí, etc.

Cuando decimos que Dios quiere el desierto, no nos referimos (al menos yo) a que Dios quiera que nos pasen cosas malas. Menos aún cuando son consecuencia de gente que ha utilizado mal su libertad, para hacer daño. Dios no quiere eso. Nos referimos, más bien, a que una vez que ha sucedido algo fuerte, algo rompedor, algo doloroso, etc., Dios nos da recursos para ser conscientes de que eso está ahí, que ha causado un impacto en nuestra vida y que no podemos hacer como que no ha pasado nada. El desierto es ese estado interior de reconocimiento de que algo falta, de que algo ha fallado o de que algo duele. De que algo necesita encontrar un nuevo lugar o sentido en nuestra vida. En el texto de Oseas, el desierto viene después del mal, para intentar hacer consciente a la mujer de la situación e intentar sanar y recuperar la relación entre los esposos.

Por eso, el desierto no es malo en sí… es la reacción lógica al mal que sucede a nuestro alrededor y en nosotros mismos. El sufrimiento es un resorte de que algo falta o algo duele; de que queremos el bien, pero no siempre conseguimos alcanzarlo, ya sea por nuestro propio mal o por el ajeno. Así, en tiempos «de conversión» como el Adviento, no se trata de justificar las cosas malas que pasan a nuestro alrededor pensando que por algo serán y que Dios las ha querido. Se trata de llevar esas cosas al desierto y preguntarse allí cómo encajarlas en la propia vida y qué respuesta requieren de nosotros.

Dicho de otra forma, el desierto es purificador, porque nos pone ante la vida con toda su crudeza, nos pide una respuesta personal, no nos deja indiferentes ni permite que sigamos haciendo como que no pasa nada… pero esa purificación no es necesariamente «culpa» nuestra. A veces es culpa ajena. En todo caso, sería un error pretender salir del desierto sin haberse enfrentado con uno mismo, porque entonces no le dejamos que cumpla su función.

[Dedicado a quien esté atravesando un desierto en su vida; que tenga la esperanza de que llegará a la tierra prometida…]